Nos llegó a la redacción el mensaje y tras la lectura obtuvo la aprobación inmediata. Un Exa que escribe un relato en forma de cuento sobre el Argentina – Brasil del ´90 con estilo y mucho sabor a añoranza son los que queremos publicar. Acá va una grata sorpresa de un rústico defensor que con la pluma juega más suelto.
Copi Rendo – Los Taxi
Con mi viejo y mi hermano compartimos los partidos desde que tengo memoria. Noches de supercopa con Boca, liguilla pre libertadores, la radio los domingos a la tarde, y por supuesto los partidos de la selección. Más allá de eso, a mis 9 años empecé a analizar un poco más el fútbol. Miraba partidos solo, y empezaba a opinar. Todavía me costaba. Hasta ese momento cuando hablaba con alguien de fútbol (porque de fútbol se habla con los amigos desde el jardín de infantes) repetía lo que escuchaba de la boca de mi viejo. Cosas como: “menos mal que perdimos la copa, ahora nos podemos dedicar al campeonato”, “llegamos 10 veces y no metemos una, ellos en la primera adentro” “Boca no tiene nada” (ésta me costaba entenderla, para mí, Comas y Graciani eran como Messi y Ronaldo), “Si Boca le gana a Newell’s en Rosario es campeón” y muchas más. Pero otras frases que fui escuchando, más que nada sobre la selección fueron las que crearon en mí una sensación que crecía sin límites. Los brasileros eran perfectos jugando. Sus delanteros eran los mejores y si quedaban frente al arco era gol seguro. El amarillo de la camiseta de Brasil era único, no lo veías en ningún otro lado que no sea en esa remera con números verdes y que solo podían vestir dioses. Jugaban rápido, siempre tenían la pelota, nunca la reventaban, nunca pifiaban y jamás pensaban de manera equivocada el desarrollo del juego. A la larga sabían que iban a ganar. En la Copa América del ‘89 en Brasil, Argentina jugó contra ellos a la noche. Me acuerdo bien porque mi viejo había comprado una tele nueva ese mismo día cuando salió del laburo. La que teníamos, ya con el el tubo medio quemado, se veía rosa. No podíamos ver Argentina-Brasil con esos colores. Acomodamos la mesita con la nueva Noblex de 24” y nos preparamos para el partido. No tengo tanto recuerdo del juego en sí. Solo que en el entretiempo el comentarista decía que la figura había sido Pumpido, perdimos 2 a 0 y mi viejo no paraba de decir: “y bueno está bastante bien, nos tendrían que haber metido 5”. La gente festejaba, la imagen se veía mal, vía satélite, con esos puntitos de lluvia que solo nos regalaba la transmisión que venía de Brasil. Yo no entendía. Nosotros éramos los campeones del mundo pero era imposible que le ganáramos a los brasileros. ¿Acaso Brasil no había jugado el mundial? Tiempo después vi el partido que perdieron por penales con Francia, pero en ese momento no entendía. Brasil era perfecto, y Argentina era un desastre. Teníamos a Maradona en el equipo pero podíamos perder contra cualquiera. Y contra Brasil un triunfo era inalcanzable. Así lo entendí, así lo creía, eso habíamos sacado como conclusión con mi viejo y mi hermano después de ver el partido, y todas las copas libertadores que ganaban sus equipos. Estábamos destinados a sufrir.
El tiempo pasó y se vino el mundial en Italia. Un año es poco tiempo, pero créanme que ya tenía mis opiniones formadas sobre muchas cosas. Ya no repetía lo que decían otros, podía evaluar las situaciones solo y discutirlas después con mi viejo. Pero Brasil seguía siendo perfecto. Y si Argentina quería seguir en el mundial tenía que ganarle. Un equipo que venía jugando desastroso, contra un equipo invicto, perfecto, candidato. Mi viejo decidió ir esa mañana del 24 de junio de 1990 a comprar masas finas justo un rato antes del partido. Era domingo, soleado y más tarde iríamos a lo de unos amigos a tomar la merienda. Aparte según él prefería aprovechar que no iba a haber nadie en la calle y de paso sufría menos: “nos van a meter 5, ¿Quién los para?” me dijo antes de irse. Mi hermano y yo nos levantamos confiados ese día. En piyama, prendimos la estufa del living y nos dispusimos a ver el partido sin mi viejo en la cabecera de la mesa. Algo nos había dado esperanzas. Habíamos visto una luz al fondo del túnel un día antes, un signo de debilidad de los “Perfectos” brasileros. En el noticiero pusieron una nota sobre el partido y entrevistaron a su capitán, Dunga: “Hubiéramos preferido enfrentar a otro rival. Ellos son los campeones del mundo, es un clásico y tienen a Maradona”. Mi hermano me miró y entendí enseguida. Todo lo que nosotros sentíamos por ellos, los de la camiseta amarilla color Brasil, también lo sentían por nosotros. O al menos, había un perfume de respeto, mezclado con miedo. Era algo mínimo, un detalle, pero a ninguno de los dos se nos había pasado por alto. Podíamos ganar.
Habían pasado 20 minutos del primer tiempo y mi viejo todavía no volvía. No tengo recuerdos de mi vieja mirando el partido, quizás mi hermano la había echado por gritar demás, o hacer preguntas que no eran adecuadas en el momento. Pobre, mi mamá nos había preparado un terrible desayuno –almuerzo para que disfrutáramos toda la previa y el durante de tan importante momento. Pero ella entendió y desapareció. Los palos y la fortuna ayudaban a un Goycochea desorientado que hacía lo que podía junto a un Ruggeri estático y superado igual que todo el equipo. La posesión de pelota tiene que haber sido histórica. Si argentina la agarraba, al segundo pase la perdía. No llegábamos, peor que eso, ni jugábamos. Ellos hacían todo bien, salvo meterla en el arco. El sudor frío me recorría todo el cuerpo cada vez que la pelota se elevaba y la gente gritaba tapando el relato de la tele. Afuera de nuevo, el travesaño otra vez. Era cuestión de tiempo que nos hicieran un gol. Mi viejo llegó cuando estaba por terminar el primer tiempo con una cara de resignación terrible: “¡Qué desastre Ruggeri! ¡Batista no para a nadie! ¡Cómo nos estamos salvando!”, repetía una y otra vez. “¿Cortala que sos brasilero?”, coreamos mi hermano y yo casi a los gritos. Los dos teníamos fe en que el partido se podía ganar, pero lo que veíamos en la cancha era demasiado fuerte. Era contagioso el pesimismo realista que traía consigo mi viejo: “Chist”, se quejó, pero no hablo más en todo el partido salvo para decir: “¡Qué culo que tenemos!”, como 5 ó 6 veces en lo que quedó de partido. Desde que empezó el segundo tiempo todos nos quedamos callados. Nadie hablaba, nadie se movía. Empezaba a crecer en nosotros la sensación de estar viviendo un momento único. Éramos sin dudas el equipo con más culo de toda la historia del fútbol. Seguíamos sin jugar a nada y la cámara mostraba a Maradona. ¿Dónde estaba Diego?, ese que años antes gambeteaba jugadores con una facilidad admirable e incomprensible. Hoy apenas si podía sostener la pelota. Caniggia intentaba alguna corrida, pero demasiado solo, enseguida las camisetas amarillas Brasil lo encerraban y el ataque se diluía. Las manos me empezaron a temblar, nunca había estado tan nervioso en mi corta vida. Busqué consuelo y tranquilidad en mi viejo. Iba por el cuarto whisky, sin contar el vino que se había bajado en el almuerzo. Pero no mostraba rasgo alguno de estar afectado por la bebida. Su expresión en la cara era rígida, salvo por un brillo en sus ojos, mezcla de llanto contenido y vergüenza. Impotencia seguramente, de creer que lo inevitable llegaría. Pero los goles de los brazucas no llegaban y entonces se gestaba lo extraño, lo único, el milagro. No podía ser que después de tanto tiempo resistiendo a base de palos, pifies y culo, se terminara todo con un gol de Müller, o un zapatazo de Branco. No voy a hacer mención alguna al famoso bidón de Bilardo, porque es una historia que se supo mucho después, pero algo raro le paso a algún jugador de Brasil. Yo se lo adjudicó al momento histórico en que el culo de todo el mundo hacía fuerza por Argentina y Dios se puso la camiseta albiceleste. No aguantó la presión. Mi viejo se levantó, abrió la heladera y puso las masas sobre la mesa. “Coman chicos porque me parece que no vamos a festejar nada. Ya separé algunas para llevar a lo de Sergio más tarde”,dijo. Mi hermano y yo nos negamos a comer. Era resignarse a la derrota. Qué ricas eran las masas, mis preferidas hasta el día de hoy. Pero las iba a disfrutar más si era con una victoria. Aparte mis manos temblaban cada vez más y casi no podía hablar. No quería moverme, no quería mirar el partido. Vino una pelota cruzada y casi gol de Brasil. Mi hermano golpeó la mesa y se cayó un vaso de vidrio al piso. Se había dado por vencido. Cedió ante la presión, en verdad ante la cruda realidad. Ese partido era una tortura pero que no llegaba jamás a ser mortal. La víctima se mantenía viva, y mientras fuera así, yo iba a mantener la esperanza. Me agaché para levantar los pedazos de vidrio del vaso, y mirando por debajo de la mesa veo que las piernas de mi viejo se mueven. Tenía puestas las mismas pantuflas de cuero marrón que usaba hasta en verano. Noté que algo pasaba porque se levantó de golpe y una pantufla voló al carajo: “¡Dale, dale!” dijo conteniendo la euforia. Un fragmento detenido en el tiempo, una sensación en los movimientos del número 10 de Argentina que marcaba claramente que esa no iba a ser una jugada aislada en el partido, en la historia del fútbol.
Devolví mi vista de inmediato hacia la tele y vi como Maradona cayéndose tiró una pelota cruzada entre mil piernas brasileras. El hijo del viento recibió la pelota, enfrentó a Tafarell y… El grito de gol estalló en mí hasta que me quedé sin voz y mi rostro completamente rojo se transformó en un dolor de cabeza. Tanto desahogo que estuve a un segundo del desmayo. Petardos en el barrio, bocinas, el relato de Araujo en la tele y la sonrisa de oreja a oreja de Caniggia, acomodándose el pelo mientras, Diego, triunfador levantaba sus brazos como un gladiador que había vuelto de la mismísima muerte. Todo quedó opacado, silenciado y en un segundo plano cuando presté atención a mi viejo. El partido ya se había reanudado pero él seguía gritando, riendo y llorando al mismo tiempo. Había tirado a la mierda el encendedor de Boca responsable de todas sus cábalas. Los restos de puchos del cenicero quedaron desparramados por la mesa y el suelo. Festejaba, disfrutaba, como quien recibía más aun de lo que estaba deseando, como si hubieran perfeccionado su mayor anhelo. La grata sorpresa de la victoria. “Es un genio, es un genio. Los cagamos”, no paraba de decir una y otra vez. No me interesaba saber si se refería al Dios del fútbol que era en ese momento Maradona o al hijo del viento que en definitiva era quien lo había convertido. No importaba. Ambos pertenecían al mismo bando. El nuestro, el de Argentina. El que derrotaba a los perfectos brasileros y sus camisetas amarillo Brasil tan temido. Hubo una posibilidad de aumentar, un tiro libre de Maradona que hubiera puesto el 2 a 0, pero no pudo ser. Mi viejo me abrazó cuando estaba por terminar el partido: “¡Tenías razón! ¡Vos tenías razón!”, me dijo. Nunca lo vi tan emocionado. El partido terminó y otra vez los tres juntos volvimos a gritar y a saltar de alegría. Todos éramos parte de aquella victoria histórica. Recuerdo que fui a ducharme una hora después y todavía seguía temblando de la emoción. Difónico, abombado. Mi viejo cómplice me miraba y repetía: “¡Qué partido ganamos! ¡Como gritaste eh!”. Ambos sabíamos que él había gritado más que yo. Descontrolado por completo, olvidándose absolutamente de todo y siendo feliz, resumiendo en un instante en que la pelota cruza la línea de gol, todo un grito y desahogo de alegría plena, desbordante, perfecta. Ese día mi viejo, envuelto en su vulnerabilidad, me demostró respeto y yo no hice más que agradecer por esa complicidad.